martes, 17 de enero de 2012

Un buenn libro para leer

LA ERA DE LAS TURBULENCIAS
AVENTURAS EN UN NUEVO MUNDO

Traducción de Gabriel Dols Gallardo
Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas •Madrid • México D.F. •Montevideo •Quito • Santiago de Chile

ALAN GREENSPAN


Introducción para la sección europea:
Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, y yo
nos encontramos docenas de veces en el desempeño de nuestro cometido
como jefes de los dos bancos centrales más grandes del mundo. Aun
así, por mucho que mirara al otro lado de la mesa en los desayunos
rituales del G-7, el G-10 u otros encuentros en todo el mundo, nunca
dejó de asombrarme el extraordinario logro que habían demostrado su
institución y su moneda, el euro.

En la campaña hacia la creación de la moneda única para Europa a
principios de la década de 1990, albergaba serias dudas sobre si el poder
del célebre Bundesbank alemán podía replicarse a escala continental.
Además, dudaba de que un nuevo banco central fuera siquiera necesario:
Europa ya tenía un banco central de facto en el Bundesbank. Tampoco
estaba convencido de que un banco central europeo fuese a funcionar.
Recuerdo una conversación con Alexandre Lamfalussy, ex director
ejecutivo durante mucho tiempo del Banco de Pagos Internacionales
(Bank for International Settlements). Acababan de nombrarlo director
del nuevo Instituto Monetario Europeo, embrión de la institución que
surgiría como Banco Central Europeo bajo el Tratado de Maastricht de
1992. Dada la diversidad de políticas fiscales y económicas de todo tipo
en toda Europa y su efecto sobre el equilibrio de los tipos de cambio,
pregunté a Lamfalussy si era deseable congelar de forma permanente
los tipos de cambio de 11 (hoy 13) economías. ¿Obligaría a las políticas
económicas a converger el cerrojo sobre los tipos de cambio, tal
como era la esperanza oficial? ¿O condenaría a algunas economías con
monedas inadvertidamente sobrevaloradas a luchar para volverse competitivas
y a aquellas con monedas infravaloradas a una batalla cróni-
ca contra la inflación? Gran Bretaña retomó el patrón oro en 1925 a sus
tipos de cambio previos a la Primera Guerra Mundial que, en retrospectiva,
parecen haber estado significativamente sobrevalorados. La maniobra
impuso una presión a la baja sobre los precios; a resultas de ello,
la producción se estancó y aumentó el paro. Aun así, Lamfalussy no
compartía mis recelos sobre el euro y resultó tener razón.
Para mi sorpresa, la transición de 11 monedas distintas al euro fue
notablemente suave. Con el significativo poder autónomo que le concedió
el Tratado de Maastricht, el Banco Central Europeo ha surgido
como una fuerza de primer orden en los asuntos económicos mundiales.
Los ataques al banco por sus políticas antiinflacionarias y los intentos
de mermar su autoridad han fracasado. Salvo en caso de crisis, dudo que
pudiera alcanzarse un consenso para alterar la autonomía del banco. Nos
queda en consecuencia una institución históricamente única, un banco
central independiente con la estabilidad de precios como mandato
único para una zona económica que produce más de una quinta parte
del PIB mundial. Es un logro extraordinario. Nunca ha dejado de fascinarme
la hazaña de mis colegas europeos.
Al ver las dificultades de la puesta en práctica de la agenda de Lisboa
—un plan trazado en 2000 para llevar a la Unión Europea a una
posición de liderazgo mundial en alta tecnología—, tengo la firme sospecha
de que el Tratado de Maastricht encontraría grandes problemas
a día de hoy para atraer el consenso que reflejó cuando entró en vigor
en 1992. El entusiasmo por una UE que enlazara a los estados soberanos
de Europa se ha debilitado en el inclemente mundo de las realidades del
mercado. Es irónico que la misma dificultad aumentada para obtener
un consenso paneuropeo en la actualidad sea la que frustra cualquier
empeño por reducir la independencia del Banco Central Europeo.
Cualquier miembro individual de la eurozona podría, por supuesto,
abandonar de forma unilateral la moneda común y reinstaurar su antecesor
propio del euro. Italia, enfrentada a un magro crecimiento de
la productividad en la última década (menos de la mitad de la media de
la eurozona), se las ve con una estructura de costes cada vez menos
competitiva. De no estar encadenada al euro, sin duda habría devaluado,
como hizo crónicamente en el pasado. Sin embargo, si Italia reinstaurase
la lira (es de suponer que a un tipo devaluado), los italianos tendrían
que decidir qué hacer con las actuales obligaciones legales denominadas
en euros. El servicio de las deudas en euros resultaría muy caro
e incierto dado que el tipo de cambio lira-euro casi a ciencia cierta se-
ría volátil, al menos por un tiempo. Imponer por ley una conversión
tanto privada como pública de las deudas a liras a algún tipo de cambio
arbitrario equivaldría a todos los efectos a declararse en bancarrota,
lo que socavaría la solvencia de la nación de cara a los créditos. Tras
asomarse a ese abismo, los dirigentes italianos han tenido la sensatez de
descartar cualquier iniciativa en ese sentido.
El Tratado de Maastricht y el asociado Pacto de Estabilidad y Crecimiento,
al retirar la política monetaria del control soberano de los
miembros individuales y restringir el abanico de gasto deficitario en la
práctica exigió a las economías que regresasen a los ajustes automáticos
del mercado. De ahí que la Unión Monetaria Europea presentase
algunas de las características del viejo patrón oro. Yo estaba muy impresionado,
pero era escéptico, y en esto mi escepticismo se demostró
atinado. Por motivos que perfilo en este libro, la adopción europea del
Estado del bienestar ha sido demasiado profunda para aceptar todas las
restricciones a las acciones discrecionales de política económica. Por
ejemplo, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento imponía un límite del
3% al déficit presupuestario con cuantiosas multas en caso de incumplimiento.
Varias naciones no tardaron en rebasar ese límite, y aun así
la imposición y cobro de las multas se demostró políticamente inviable.
En lugar de eso, la norma se ha convertido en tan sólo una vaga
directriz. Maastricht no pudo cambiar los imperativos del Estado del
bienestar.
Sin embargo, en el cometido fundamental de crear una moneda
única para 13 países, con todas sus ventajas, el euro y el Banco Central
Europeo han sido un éxito extraordinario. Se han eliminado los riesgos
de los tipos de cambio y reducido los costes de las transacciones.
Y aunque la ley económica del precio único nunca haya llegado a cumplirse
del todo (el precio de muchos bienes de marca difiere según el país
en más que los costes de transporte), las diferencias de precios entre
países han menguado notablemente.
El marco, el franco y las otras nueve monedas originales que se
combinaron en el euro eran demasiado pequeñas para desafiar por su
cuenta al dólar estadounidense como divisa de reserva. El euro puede
y lo hace. La liquidez combinada de las ya 13 monedas de la eurozona
elevó el euro a la condición de divisa de reserva, no muy por detrás
del dólar estadounidense, y gana terreno. A finales de septiembre de
2006, el euro ascendía al 25 por ciento de las reservas de los bancos centrales
y al 39 por ciento de los títulos líquidos transfronterizos del sector
privado. El dólar estadounidense, con el 66 y el 43 por ciento respectivamente,
no le llevaba tanta ventaja, teniendo en cuenta que los títulos
privados son ocho veces los de los bancos centrales. Como en el caso
del dólar, la acumulación de reservas ha reducido los tipos de interés del
euro, y sin duda ha contribuido al crecimiento económico europeo. Es
posible que el euro pueda desplazar al dólar como divisa de reserva
primaria del mundo, sobre todo si se aplica con éxito la agenda de Lisboa,
pero la mengua que se prevé en la fuerza de trabajo europea obra
en su contra. Pese a todo, la discreción con la que el BCE y el euro han
surgido como potencias internacionales es demasiado extraordinaria
para pasarla por alto. Mi amigo Jean-Claude debe de estar contento.

No hay comentarios: